miércoles, 5 de noviembre de 2008

MUERTE SIN FIN

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis

por un dios inasible que me ahoga,

mentido acaso

por su radiante atmósfera de luces

que oculta mi conciencia derramada,

mis alas rotas en esquirlas de aire,

mi torpe andar a tientas por el lodo;

lleno de mí —ahíto— me descubro

en la imagen atónita del agua,

que tan sólo es un tumbo inmarcesible,

un desplome de ángeles caídos

a la delicia intacta de su peso,

que nada tiene

sino la cara en blanco

hundida a medias, ya, como una risa agónica,

en las tenues holandas de la nube

y en los funestos cánticos del mar

—más resabio de sal o albor de cúmulo

que sola prisa de acosada espuma.

No obstante —oh paradoja— constreñida

por el rigor del vaso que la aclara,

el agua toma forma.

En él se asienta, ahonda y edifica,

cumple una edad amarga de silencios

y un reposo gentil de muerte niña,

sonriente, que desflora

un más allá de pájaros

en desbandada.

En la red de cristal que la estrangula,

allí, como en el agua de un espejo,

se reconoce;

atada allí, gota con gota,

marchito el tropo de espuma en la garganta

¡qué desnudez de agua tan intensa,

qué agua tan agua,

está en su orbe tornasol soñando,

cantando ya una sed de hielo justo!

¡Mas qué vaso —también— más providente

éste que así se hinche

como una estrella en grano,

que así, en heroica promisión, se enciende

como un seno habitado por la dicha,

y rinde así, puntual,

una rotunda flor

de transparencia al agua,

un ojo proyectil que cobra alturas

y una ventana a gritos luminosos

sobre esa libertad enardecida

que se agobia de cándidas prisiones!



¡Más que vaso —también— más providente!

Tal vez esta oquedad que nos estrecha

en islas de monólogos sin eco,

aunque se llama Dios,

no sea sino un vaso

que nos amolda el alma perdidiza,

pero que acaso el alma sólo advierte

en una transparencia acumulada

que tiñe la noción de Él, de azul.

El mismo Dios,

en sus presencias tímidas,

ha de gastar la tez azul

y una clara inocencia imponderable,

oculta al ojo, pero fresca al tacto,

como este mar fantasma en que respiran

—peces del aire altísimo—

los hombres.

¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!

Un coagulado azul de lontananza,

un circundante amor de la criatura,

en donde el ojo de agua de su cuerpo

que mana en lentas ondas de estatura

entre fiebres y llagas;

en donde el río hostil de su conciencia

¡agua fofa, mordiente, que se tira,

ay, incapaz de cohesión al suelo!

en donde el brusco andar de la criatura

amortigua su enojo,

se redondea

como una cifra generosa,

se pone en pie, veraz, como una estatua.

¿Qué puede ser —si no— si un vaso no?

Un minuto quizá que se enardece

hasta la incandescencia,

que alarga el arrebato de su brasa,

ay, tanto más hacia lo eterno mínimo

cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.

Un cóncavo minuto del espíritu

que una noche impensada,

al azar

y en cualquier escenario irrelevante

con el vuelo del pájaro,

estalla en él como un cohete herido

y en sonoras estrellas precipita

su desbandada pólvora de plumas.

Mas en la médula de esta alegría,

no ocurre nada, no;

sólo un cándido sueño que recorre

las estaciones todas de su ruta

tan amorosamente

que no elude seguirla a sus infiernos,

ay, y con qué miradas de atropina,

tumefactas e inmóviles, escruta

el curso de la luz, su instante fúlgido,

en la piel de una gota de rocío;

concibe el ojo

y el intangible aceite

que nutre de esbeltez a la mirada;

gobierna el crecimiento de las uñas

y en la raíz de la palabra esconde

el frondoso discurso de ancha copa

y el poema de diáfanas espigas.

Pero aún más —porque en su cielo impío

nada es tan cruel como este puro goce—

somete sus imágenes al fuego

de especiosas torturas que imagina

—las infla de pasión,

en la prisma del llanto las deshace,

las ciega con el lustre de un barniz,

las satura de odios purulentos,

rencores zánganos

como una mala costra,

angustias secas como la sed del yeso.

Pero aún más —porque, inmune a la mácula,

tan perfecta crueldad no cede a límites—

perfora la substancia de su gozo

con rudos alfileres;

piensa el tumor, la úlcera y el chancro

que habrán de festonar la tez pulida,

toma en su mano etérea a la criatura

y la enjuta, la hincha o la demacra,

como a un copo de cera sudorosa,

y en un ilustre hallazgo de ironía

la estrecha enternecido

con los brazos glaciales de la fiebre.

Mas nada ocurre, no, sólo este sueño

desorbitado

que se mira a sí mismo en plena marcha;

presume, pues, su término inminente

y adereza en el acto

el plan de su fatiga,

su justa vacación

su domingo de gracia allá en el campo,

al fresco albor de las camisas flojas.

¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla

se regala en el ánimo

para gustar la miel de sus vigilias!

Pero el ritmo es su norma, el solo paso,

la sola marcha en círculo, sin ojos;

así, aun de su cansancio, extrae

¡hop!

largas cintas de cintas de sorpresas

que en un constante perecer enérgico,

en un morir absorto,

arrasan sin cesar su bella fábrica

hasta que —hijo de su misma muerte,

gestado en la aridez de sus escombros—

siente que su fatiga se fatiga,

se erige a descansar de su descanso

y sueña que su sueño se repite,

irresponsable, eterno,

muerte sin fin de una obstinada muerte,

sueño de garza anochecido a plomo

que cambia sí de pie, mas no de sueño,

que cambia sí la imagen,

mas no la doncellez de su osadía

¡oh inteligencia, soledad en llamas!

que lo consume todo hasta el silencio,

sí, como una semilla enamorada

que pudiera soñarse germinando,

probar en el rencor de la molécula

el salto de las ramas que aprisiona

y el gusto de su fruta prohibida,

ay, sin hollar, semilla casta,

sus propios impasibles tegumentos.



¡Oh inteligencia, soledad en llamas

que todo lo concibe sin crearlo!

Finge el calor del lodo,

su emoción de substancia adolorida,

el iracundo amor que lo embellece

y lo encumbra más allá de las alas

a donde sólo el ritmo

de los luceros llora,

mas no le infunde el soplo que lo pone en pie

y permanece recreándose a sí misma,

única en Él, inmaculada, sola en Él,

reticencia indecible,

amoroso temor de la materia,

angélico egoísmo que se escapa

como un grito de júbilo sobre la muerte

—oh inteligencia, páramo de espejos!

helada emanación de rosas pétreas

en la cumbre de un tiempo paralítico;

pulso sellado;

como una red de arterias temblorosas,

hermético sistema de eslabones

que apenas se apresura o se retarda

según la intensidad de su deleite;

abstinencia angustiosa

que presume el dolor y no lo crea,

que escucha ya en la estepa de sus tímpanos

retumbar el gemido del lenguaje

y no lo emite;

que nada más absorbe las esencias

y se mantiene así, rencor sañudo,

una, exquisita, con su dios estéril,

sin alzar entre ambos

la sorda pesadumbre de la carne,

sin admitir en su unidad perfecta

el escarnio brutal de esa discordia

que nutren vida y muerte inconciliables,

siguiéndose una a otra

como el día y la noche,

una y otra acampadas en la célula

como en un tardo tiempo de crepúsculo,

ay, una nada más, estéril, agria,

con Él, conmigo, con nosotros tres;

como el vaso y el agua, sólo una

que reconcentra su silencio blanco

en la orilla letal de la palabra

y en la inminencia misma de la sangre.

¡ALELUYA, ALELUYA!



Iza la flor su enseña,

agua, en el prado.

¡Oh, qué mercadería

de olor alado!



¡Oh, qué mercadería

de tenue olor!

¡cómo inflama los aires

con su rubor!



¡Qué anegado de gritos

está el jardín!

«¡Yo, el heliotropo, yo!»

«¿Yo? El jazmín.»



Ay, pero el agua,

ay, si no huele a nada.



Tiene la noche un árbol

con frutos de ámbar;

tiene una tez la tierra,

ay, de esmeraldas.



El tesón de la sangre

anda de rojo;

anda de añil el sueño;

la dicha, de oro.



Tiene el amor feroces

galgos morados;

pero también sus mieses,

también sus pájaros.



Ay, pero el agua,

ay, si no luce a nada.



Sabe a luz, a luz fría,

sí, la manzana.

¡Qué amanecida fruta

tan de mañana!

¡Qué anochecido sabes,

tú, sinsabor!

¡cómo pica en la entraña

tu picaflor!



Sabe la muerte a tierra,

la angustia a hiel.

Este morir a gotas

me sabe a miel.



Ay, pero el agua,

ay, si no sabe a nada.



[BAILE]



Pobrecilla del agua,

ay, que no tiene nada,

ay, amor, que se ahoga,

ay, en un vaso de agua.



En el rigor del vaso que la aclara,

el agua toma forma

—ciertamente.

Trae una sed de siglos en los belfos,

una sed fría, en punta, que ara cauces

en el sueño moroso de la tierra,

que perfora sus miembros florecidos,

como una sangre cáustica,

incendiándolos, ay, abriendo en ellos

desapacibles úlceras de insomnio.

Más amor que sed; más que amor, idolatría,

dispersión de criatura estupefacta

ante el fulgor que blande

—germen del trueno olímpico— la forma

en sus netos contornos fascinados.

¡Idolatría, sí idolatría!

Mas no le basta el ser un puro salmo,

un ardoroso incienso de sonido;

quiere, además, oírse.

Ni le basta tener sólo reflejos

—briznas de espuma

para el ala de luz que en ella anida;

quiere, además, un tálamo de sombra,

un ojo,

para mirar el ojo que la mira.

En el lago, en la charca, en el estanque,

en la entumida cuenca de la mano,

se consuma este rito de eslabones,

este enlace diabólico

que encadena el amor a su pecado.

En el nítido rostro sin facciones

el agua, poseída,

siente cuajar la máscara de espejos

que el dibujo del vaso le procura.

Ha encontrado, por fin,

en su correr sonámbulo,

una bella, puntual fisonomía.

Ya puede estar de pie frente a las cosas.

Ya es ella también, aunque por arte

de estas limpias metáforas cruzadas,

un encendido vaso de figuras.

El camino, la barda, los castaños,

para durar el tiempo de una muerte

gratuita y prematura, pero bella,

ingresan por su impulso

en el suplicio de la imagen propia

y en medio del jardín, bajo las nubes,

descarnada lección de poesía,

instalan un infierno alucinante.



Pero el vaso en sí mismo no se cumple.

Imagen de una deserción nefasta

¿qué esconde en su rigor inhabitado,

sino esta triste claridad a ciegas,

sino esta tentaleante lucidez?

Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.

Epigrama de espuma que se espiga

ante un auditorio anestesiado,

incisivo clamor que la sordera

tenaz de los objetos amordaza,

flor mineral que se abre para adentro

hacia su propia luz,

espejo ególatra

que se absorbe a sí mismo contemplándose.

Hay algo en él, no obstante, acaso un alma,

el instinto augural de las arenas,

una llaga tal vez que debe al fuego,

en donde le atosiga su vacío.

Desde este erial aspira a ser colmado.

En el agua, en el vino, en el aceite,

articula el guión de su deseo;

se ablanda, se adelgaza;

ya su sobrio dibujo se le nubla,

ya embozado en el giro de un reflejo,

en un llanto de luces se liquida.



Mas la forma en sí misma no se cumple.

Desde su insigne trono faraónico,

magnánima,

deífica,

constelada de epítetos esdrújulos,

rige con hosca mano de diamante.

Está orgullosa de su orondo imperio.

¡En las augustas pituitarias de ónice

no juega, acaso, el encendido aroma

con que arde a sus pies la poesía?

¡Ilusión, nada más gentil narcótico

que puebla de fantasmas los sentidos!

Pues desde ahí donde el dolor emite

¡oh turbio sol de podre!

el esmerado brillo que lo embosca,

ay, desde ahí, presume la materia

que apenas cuaja su dibujo estricto

y ya es un jardín de huellas fósiles,

estruendoso fanal,

rojo timbre de alarma en los cruceros

que gobierna la ruta hacia otras formas.

La rosa edad que esmalta su epidermis

—senil recién nacida—

envejece por dentro a grandes siglos.

Trajo puesta la proa a lo amarillo.

El aire se coagula entre sus poros

como un sudor profuso

que se anticipa a destilar en ellos

una esencia de rosas subterráneas.

Los crudos garfios de su muerte suben,

como musgo, por grietas inasibles,

ay, la hostigan con tenues mordeduras

y abren hueco por fin a aquel minuto

—¡miradlo en la lenteja del reloj,

neto, puntual, exacto,

correrse un eslabón cada minuto!—

cuando al soplo infantil de un parpadeo,

la egregia masa de ademán ilustre

podrá caer de golpe hecha cenizas.



No obstante —¿por qué no?— también en ella

tiene un rincón el sueño,

árido paraíso sin manzana

donde suele escaparse de su rostro,

por el rostro marchito del espectro

que engendra aletargada, su costilla.

El vaso de agua es el momento justo.

En su audaz evasión se transfigura,

tuerce la órbita de su destino

y se arrastra en secreto hacia lo informe.

La rapiña del tacto no se ceba

—aquí, en el sueño inhóspito—

sobre el templado nácar de su vientre,

ni la flauta Don Juan que la requiebra

musita su cachonda serenata.

El sueño es cruel,

ay, punza, roe, quema, sangra, duele.

Tanto ignora infusiones como ungüentos.

En los sordos martillos que la afligen

la forma da en el gozo de la llaga

y el oscuro deleite del colapso.

Temprana madre de esa muerte niña

que nutre en sus escombros paulatinos,

anhela que se hundan sus cimientos

bajo sus plantas, ay, entorpecidas

por una espesa lentitud de lodo;

oye nacer el trueno del derrumbe;

siente que su materia se derrama

en un prurito de ácidas hormigas;

que, ya sin peso, flota

y en un claro silencio se deslíe.

Por un aire de espejos inminentes

¡oh impalpables derrotas del delirio!

cruza entonces, a velas desgarradas,

la airosa teoría de una nube.



En la red de cristal que la estrangula,

el agua toma forma,

la bebe, sí, en el módulo del vaso,

para que éste también se transfigure

con el temblor del agua estrangulada

que sigue allí, sin voz, marcando el pulso

glacial de la corriente.

Pero el vaso

—a su vez—

cede a la informe condición del agua

a fin de que —a su vez— la forma misma,

la forma en sí, que está en el duro vaso

sosteniendo el rencor de su dureza

y está en el agua de aguijada espuma

como presagio cierto de reposo,

se pueda sustraer al vaso de agua;

un instante, no más,

no más que el mínimo

perpetuo instante del quebranto,

cuando la forma en sí, la pura forma,

se abandona al designio de su muerte

y se deja arrastrar, nubes arriba,

por ese atormentado remolino

en que los seres todos se repliegan

hacia el sopor primero,

a construir el escenario de la nada.

Las estrellas entonces ennegrecen.

Han vuelto al dardo insomne

a la noche perfecta de su aljaba.



Porque en el lento instante del quebranto,

cuando los seres todos se repliegan

hacia el sopor primero

y en la pira arrogante de la forma

se abrasan, consumidos por su muerte

—¡ay, ojos, dedos, labios,

etéreas llamas del atroz incendio!—

el hombre ahoga con sus manos mismas,

en un negro sabor de tierra amarga,

los himnos claros y los roncos trenos

con que cantaba la belleza,

entre tambores de gangoso idioma

y esbeltos címbalos que dan al aire

sus golondrinas de latón agudo;

ay, los trenos e himnos que loaban

la rosa marinera

que consuma el periplo del jardín

con sus velas henchidas de fragancia;

y el malsano crepúsculo de herrumbre,

amapola del aire lacerado

que se pincha en las púas de un gorjeo;

y la febril estrella, lis de calosfrío,

punto sobre las íes

de las tinieblas;

y el rojo cáliz del pezón macizo,

sola flor de granado

en la cima angustiosa del deseo,

y la mandrágora del sueño amigo

que crece en los escombros cotidianos

—ay, todo el esplendor de la belleza

y el bello amor que la concierta toda

en un orbe de imanes arrobados.



Porque el tambor rotundo

y las ricas bengalas que los címbalos

tremolan en la altura de los cantos,

se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,

cuando el hombre descubre en sus silencios

que su hermoso lenguaje se le agosta,

se le quema —confuso— en la garganta,

exhausto de sentido;

ay, su aéreo lenguaje de colores,

que así se jacta del matiz estricto

en el humo aterrado de sus sienas

o en el sol de sus tibios bermellones;

él, que discurre en la ansiedad del labio

como una lenta rosa enamorada;

él, que cincela sus celos de paloma

y modula sus látigos feroces;

que salta en sus caídas

con un ruidoso síncope de espumas;

que prolonga el insomnio de su brasa

en las mustias cenizas del oído;

que oscuramente repta

e hinca enfurecido la palabra

de hiel, la tuerta frase de ponzoña;

él que labra el amor del sacrificio

en columnas de ritmos espirales,

sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,

se le ahoga —confuso— en la garganta

y de su gracia original no queda

sino el horror de un pozo desecado

que sostiene su mueca de agonía.

Porque el hombre descubre en sus silencios

que su hermoso lenguaje se le agosta

en el minuto mismo del quebranto,

cuando los peces todos

que en cautelosas órbitas discurren

como estrellas de escamas, diminutas,

por la entumida noche submarina,

cuando los peces todos

y el ulises salmón de los regresos

y el delfín apolíneo, pez de dioses,

deshacen su camino hacia las algas;

cuando el tigre que huella

la castidad del musgo

con secretas pisadas de resorte

y el bóreas de los ciervos presurosos

y el cordero Luis XV, gemebundo,

y el león babilónico

que añora el alabastro de los frisos

—¡flores de sangre, eternas,

en el racimo inmemorial de las especies!—

cuando todos inician el regreso

a sus mudos letargos vegetales;

cuando la aguda alondra se deslíe

en el agua del alba,

mientras las aves todas

y el solitario búho que medita

con su antifaz de fósforo en la sombra,

la golondrina de escritura hebrea

y el pequeño gorrión, hambre en la nieve,

mientras todas las aves se disipan

en la noche enroscada del reptil;

cuando todo —por fin— lo que anda o repta

y todo lo que vuela o nada, todo,

se encoge en un crujir de mariposas,

regresa a sus orígenes

y al origen fatal de sus orígenes,

hasta que su eco mismo se reinstala

en el primer silencio tenebroso.



Porque los bellos seres que transitan

por el sopor añoso de la tierra

—¡tragos de sangre, libres,

en la pantalla de su sueño impuro!—

todos se dan a un frenesí de muerte,

ay, cuando el sauce

acumula su llanto

para urdir la substancia de un delirio

en que —¡tú! ¡yo! ¡nosotros!— de repente,

a fuerza de atar nombres destemplados,

ay, no le queda sino el tronco prieto,

desnudo de oración ante su estrella;

cuando con él, desnudos, se sonrojan

el álamo temblón de encanecida barba

y el eucalipto rumoroso,

témpano de follaje

y tornillo sin fin de la estatura

que se pierde en las nubes, persiguiéndose;

y también el cerezo y el durazno

en su loca efusión de adolescentes

y la angustia espantosa de la ceiba

y todo cuanto nace de raíces,

desde el heroico roble hasta la impúbera

menta de boca helada;

cuando las plantas de sumisas plantas

retiran el ramaje presuntuoso,

se esconden en sus ásperas raíces

y en la acerba raíz de sus raíces

y presas de un absurdo crecimiento

se desarrollan hacia la semilla,

hasta quedar inmóviles

¡oh cementerios de talladas rosas!

en los duros jardines de la piedra.



Porque desde el anciano roble heroico

hasta la impúbera

menta de boca helada,

ay, todo cuanto nace de raíces

establece sus tallos paralíticos

en los duros jardines de la piedra,

cuando el rubí de angélicos melindres

y el diamante iracundo

que fulmina a la luz con un reflejo,

más el ario zafir de ojos azules

y la geórgica esmeralda que se anega

en el abrilde su robusta clorofila,

una a una, las piedras delirantes,

con sus lindas hermanas cenicientas,

turquesa, lapislázuli, alabastro,

pero también el oro prisionero

y la plata de lengua fidedigna,

ingenuo ruiseñor de los metales

que se ahoga en el agua de su canto;

cuando las piedras finas

y los metales exquisitos, todos,

regresan a sus nidos subterráneos

por las rutas candentes de la llama,

ay, ciegos de su lustre,

ay, ciegos de su ojo,

que el ojo mismo,

como un siniestro pájaro de humo,

en su aterida combustión se arranca.



Porque raro metal o piedra rara,

así como la roca escueta, lisa,

que figura castillos

con sólo naipes de aridez y escarcha,

y así la arena de arrugados pechos

y el humus maternal de entraña tibia,

ay, todo se consume

con un mohíno crepitar de gozo,

cuando la forma en sí, la forma pura,

se entrega a la delicia de su muerte

y en su sed de agotarla a grandes luces

apura en una llama

el aceite ritual de los sentidos,

que sin labios, sin dedos, sin retinas,

sí paso a paso, muerte a muerte, locos,

se acogen a sus túmidas matrices,

mientras unos a otros se devoran

al animal, la planta

a la planta, la piedra

a la piedra, el fuego

al fuego, el mar

al mar, la nube

a la nube, el sol

hasta que todo este fecundo río

de enamorado semen que conjuga,

inaccesible al tedio,

el suntuoso caudal de su apetito,

no desemboca en sus entrañas mismas,

en el acre silencio de sus fuentes,

entre un fulgor de soles emboscados,

en donde nada es ni nada está,

donde el sueño no duele,

donde nada ni nadie, nunca, está muriendo

y solo ya, sobre las grandes aguas,

flota el Espíritu de Dios que gime

con un llanto más llanto aún que el llanto,

como si herido —¡ay, Él también!— por un cabello

por el ojo en almendra de esa muerte

que emana de su boca,

hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.

¡ALELUYA, ALELUYA!



¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,

es una espesa fatiga,

un ansia de trasponer

estas lindes enemigas,

este morir incesante,

tenaz, esta muerte viva,

¡oh Dios! que te está matando

en tus hechuras estrictas,

en las rosas y en las piedras,

en las estrellas ariscas

y en la carne que se gasta

como una hoguera encendida,

por el canto, por el sueño,

por el color de la vista.



¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,

ay, una ciega alegría,

un hambre de consumir

el aire que se respira,

la boca, el ojo, la mano;

estas pungentes cosquillas

de disfrutarnos enteros

en sólo un golpe de risa,

ay, esta muerte insultante,

procaz, que nos asesina

a distancia, desde el gusto

que tomamos en morirla,

por una taza de té,

por una apenas caricia.



¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,

es una muerte de hormigas

incansables, que pululan

¡oh Dios! sobre tus astillas,

que acaso te han muerto allá,

siglos de edades arriba,

sin advertirlo nosotros,

migajas, borra, cenizas

de ti, que sigues presente

como una estrella mentida

por su sola luz, por una

luz sin estrella, vacía,

que llega al mundo escondiendo

su catástrofe infinita.



[BAILE]



Desde mis ojos insomnes

mi muerte me está acechando,

me acecha, sí, me enamora

con su ojo lánguido.

¡Anda putilla del rubor helado,

anda, vámonos al diablo!

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